
Si Lucas Caballero Calderón, mejor conocido como 'Klim', estuviera entre nosotros, seguramente encontraría en la actual escena política colombiana un festín para su pluma mordaz. Sus columnas en El Tiempo y El Espectador se caracterizaban por un humor ácido e intelectual, diseccionando con precisión quirúrgica las incongruencias de la clase dirigente. Hoy, bajo la administración del presidente Gustavo Petro, el país parece ofrecer un espectáculo digno de las sátiras más agudas de 'Klim'.
En la reciente transmisión en vivo del Consejo de Ministros, los colombianos fueron testigos de un espectáculo que rivaliza con las mejores obras de Ionesco. El presidente Petro, en un acto que podría interpretarse como transparencia radical o simple desatino, decidió exponer las entrañas de su gobierno al escrutinio público. La escena recordó las palabras de Álvaro Gómez Hurtado en su obra La Revolución en América, donde advertía sobre la necesidad de una transformación profunda del sistema, más allá de simples cambios de figuras en el poder.
Siguiendo la tradición de la política colombiana, donde los cargos parecen estar en constante estado de musical chairs, el presidente solicitó la renuncia de todo su gabinete. Este movimiento, que podría interpretarse como una estrategia para renovar energías, también evoca la crítica de Gómez Hurtado sobre la superficialidad de los cambios que no abordan las raíces estructurales del problema. Como él mismo señaló en su última entrevista televisiva: "Hay que tumbar al régimen; cambiar al presidente no tiene ninguna importancia porque llegaría alguien del mismo régimen, y sería igual o peor".
Si 'Klim' escribiera sobre esto, diría que la estrategia de Petro consiste en cambiar de ministros con la misma frecuencia con la que un cura cambia de hostias: con la fe ciega de que el problema es el instrumento y no el oficiante. Mientras tanto, el país sigue esperando un milagro.
En un intento desesperado por demostrar que el pueblo aún lo respalda (o al menos lo suficientemente desesperado como para salir a marchar un martes por la mañana), el oficialismo ha convocado movilizaciones a lo largo del país. Nada más revolucionario que una marcha organizada por el Estado, con funcionarios públicos obligados a asistir, transporte asegurado y pancartas impresas en masa.
Esto no es una manifestación, es un desfile de protocolo con consignas. En tiempos de 'Klim', a esto se le llamaba un espectáculo de patriotismo subsidiado, con la única diferencia de que, en aquella época, al menos la gente se esforzaba un poco más en fingir entusiasmo.
La escena es digna de una sátira: burócratas sudorosos, arengas con menos emoción que un concurso de ortografía, y discursos donde la palabra cambio se repite tantas veces que parece un conjuro. Como decía Klim, "la política es el único oficio donde el fracaso se aplaude con himnos y discursos".
Pero el momento cumbre de este acto de ilusionismo político es la contabilidad mágica de asistentes. Si asisten 5.000, dirán que fueron 50.000. Si logran llenar la Plaza de Bolívar, afirmarán que Bogotá entera salió a las calles. Y si la realidad no les favorece, siempre queda la opción de culpar a los medios por invisibilizar la "movilización del pueblo".
En un giro que ni el más creativo de los guionistas podría haber anticipado, el general Pedro Sánchez, conocido por liderar el rescate de los niños perdidos en la selva amazónica, ha sido nombrado ministro de Defensa. Este nombramiento parece simbolizar la esperanza de que alguien capaz de enfrentar los desafíos de la naturaleza pueda también navegar las complejidades de la política de seguridad nacional. Sin embargo, como 'Klim' podría haber ironizado, "rescatar niños en la selva puede ser menos intrincado que rescatar al país de sus propios laberintos burocráticos".
La situación actual de Colombia parece confirmar las advertencias de Álvaro Gómez Hurtado sobre la necesidad de una revolución auténtica que transforme las estructuras del poder. Mientras tanto, la política nacional continúa ofreciendo escenas que, aunque podrían ser material para la sátira más afilada, reflejan desafíos profundos que requieren soluciones más allá de cambios cosméticos. Como diría Klim, "en Colombia, la política siempre ha sido un chiste; la tragedia es que los únicos que no lo entienden son los que gobiernan".
Bienvenidos a la revolución. Traigan su pancarta, el transporte corre por cuenta del Estado.
Columna de opinión
Eduardo Caycedo
La Reacción Prensa
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