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LA PRIMERA VÍCTIMA DE LA GUERRA ES LA VERDAD, PERO QUIÉN MÁS SUFRE ES EL SOLDADO

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Un día alguien escribió (no recuerdo el autor) que: "al soldado, en la guerra, se le premia, se le llena el pecho de preseas y se le ovaciona; en la paz, sin investigación parcial, se le juzga, se le condena y se le confina a la más cruel mazmorra”. Toda la verdad cabe en esa frase, amarga y certera. En Colombia, hoy por hoy, donde lo bueno es malo y lo malo se maquilla de virtud, el soldado, el infante de marina, el marino, el aviador y el policía han sido tratados, con demasiada frecuencia, como los culpables preferidos. Son ellos (los primeros y únicos respondientes frente a las balas) quienes sufren la más despiadada incomprensión: secuestrados, torturados, asesinados, estigmatizados; y al final, irónica y dolorosamente, a esos mismos servidores se les exige que hubieran evitado lo irreversible.


Colombia es un país bellísimo: es el país de las mariposas amarillas, del mar de los siete colores, de montañas, ríos y parajes que quitan el aliento. Pero también es la tierra de la amnesia colectiva, de las narrativas cambiadas, de la memoria manipulada. Hace cuarenta años, contra todo pronóstico, un comando del Movimiento 19 de abril (M-19) asaltó y tomó el Palacio de Justicia los días 6 y 7 de noviembre de 1985, un episodio que terminó en tragedia y dejó centenares de víctimas, entre magistrados, servidores judiciales, civiles y combatientes. El saldo y la secuencia de hechos son materia de historia y de dolor que la nación aún no logra asimilar con justicia.


Aquella “Operación Antonio Nariño” no fue un acto menor: fue un ataque frontal contra la institucionalidad y la vida misma. Incendios, muertes, desapariciones. Magistrados que no regresaron a sus hogares; ciudadanos que fueron consumidos por la brutalidad de la acción y por el fuego cruzado del retomar. Quienes entraron al edificio (los autores materiales de la tragedia) tuvieron responsabilidad clara y directa. Pero la narrativa construida por muchos durante décadas ha tenido la perversa capacidad de invertir culpabilidades: quien defendió la institucionalidad terminó, en la memoria parcial de algunos, señalado por el mismo pueblo que debería haber reconocido su sacrificio.


Recordemos también otros episodios que marcan la senda de violencia y delito de aquel periodo: la toma de la embajada de la República Dominicana en 1980, cuando guerrilleros del M-19 retuvieron a diplomáticos y solo tras negociaciones partieron hacia Cuba; el robo de la espada de Bolívar en 1974, acción simbólica y provocadora que buscó humillar símbolos de la república; y el audaz robo de armas del Cantón Norte, la llamada “Operación Ballena Azul” del 31 de diciembre de 1978, por la que los asaltantes se hicieron con miles de armas y humillaron al Estado en su propio corazón. Todas estas acciones, conocidas en la memoria nacional, fueron parte de un repertorio de violencia y desafío al orden legal que causó heridas profundas al país.


No es un ejercicio de simple revanchismo histórico recordar estas atrocidades; es, por el contrario, un imperativo de memoria para explicar por qué las instituciones del Estado, y particularmente los hombres y mujeres que integran las fuerzas armadas y la policía, merecen reconocimiento y protección, no la estigmatización simplista. Muchos de quienes hoy ocupan altos cargos en la vida pública han transitado por carpetas, debates y procesos políticos originados en aquellos años: la paz con el M-19 y la política de reinserción permitieron transitar a la vida democrática a personas que antes empuñaron las armas. Ese tránsito no borra ni justifica los daños causados ni exime de responsabilidad histórica. La democracia tiene que ser generosa, sí, pero también exigente con la verdad.


Es preciso señalar que las víctimas directas de los ataques guerrilleros, los militares y policías caídos, los secuestrados, los heridos y sus familias, no pueden ser reducidos a estadísticas ni a eslóganes políticos. La nación debe honrar su sacrificio con memoria efectiva, justicia plena y reparación real. Y, sobre todo, debe evitar que la irritada simplificación del debate público convierta al guardián en enemigo y al agresor en héroe. Una sociedad sana distingue entre la violencia dirigida contra civiles y funcionarios y la respuesta legítima del Estado; diluir esa frontera impide la reconstrucción de la confianza social necesaria para la convivencia.


Hoy, cuando algunos intentan reescribir la historia solo para obtener ventajas políticas, conviene recordar con claridad: el horror del Palacio de Justicia y las otras acciones del M-19 y de grupos armados no pueden ser blanqueadas por la narrativa del arrepentimiento parcial ni por la instrumentalización política. La memoria exige verdad, y la verdad exige que se nombren con precisión los hechos y los autores. No para perpetuar odios, sino para evitar la impunidad que vuelve a sembrar violencia.


Finalmente, esta columna no pretende ser la última palabra sobre lo ocurrido (la historia debe ser discutida en foros académicos, jurídicos y sociales), pero sí reclama un gesto ético mínimo: que se deje de castigar moralmente al soldado que cumplió con su deber y que se pida cuentas a quien de verdad causó daño. Defender a quien se debe defender es una obligación de Estado y de sociedad; recordar a las víctimas, sin concesiones de memoria selectiva, es un acto de justicia.


Que la historia no vuelva a tragarse a los que dieron la vida por la institucionalidad. Que la verdad, por dolorosa que sea, sea el primer paso hacia la reconciliación. NOTA DE OPINIÓN Por: Silverio José Herrera Caraballo. La Reacción Prensa.

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