CRÓNICAS DE UNA DESCERTIFICACIÓN ANUNCIADA
- Silverio Jose Herrera Caraballo
- 18 sept
- 3 Min. de lectura

Lo ocurrido en el último Consejo de Ministros no puede interpretarse como un tropezón político aislado: es la confirmación pública de una estrategia que, con fogosidad retórica, ha acabado alineando decisiones del Estado con los intereses y exigencias de quienes durante décadas sembraron violencia y terror en buena parte del mapa rural colombiano. Decirlo con crudeza no es agitar consignas, sino nombrar un hecho político y su consecuencia práctica: la fragilización deliberada del aparato de seguridad, la pérdida de aliados y la consecuente “desertificación” —no solo del territorio, sino de los instrumentos de protección del Estado— que nos expone a retrocesos que creíamos superados. En pocas palabras, Petro cierra su último año de gobierno cumpliendo compromisos con el narcoterrorismo.
Estados Unidos tomó una decisión grave y simbólica: la descertificación de Colombia en materia de lucha antidrogas. Más allá de la etiqueta diplomática, dicha medida abre la posibilidad real de reducción en cooperación, financiamiento y acceso a equipos esenciales para la operatividad de nuestras fuerzas. No es una apreciación lateral, sino la lectura práctica de un quiebre anunciado por la Casa Blanca y reconocido por el propio Gobierno. El impacto inmediato no será solo técnico o presupuestal, sino también estratégico. Cuando una nación pierde la confianza de su principal aliado en seguridad, pierde tiempo y espacio frente a organizaciones que se rearman rápidamente.
Lo paradójico y doloroso es que esta pérdida no surge del vacío: tiene causas concretas. El aumento sostenido de cultivos de coca, la reducción de metas ambiciosas para erradicación y sustitución, y una política pública que prioriza otros enfoques sin asegurar alternativas viables para el campesinado han generado un caldo de cultivo donde estructuras criminales recuperan el control territorial y económico. Precisamente esas cifras y dinámicas fueron esgrimidas por Washington para justificar la descertificación. Revertir esto no depende solo de retórica, sino de medidas técnicas, logísticas y políticas que aún no muestran la contundencia necesaria.
A este complejo quebranto se suma la ruptura o enfriamiento de relaciones con socios históricos en defensa. El Gobierno anunció con solemnidad la suspensión de compras y la crítica abierta hacia Israel, y afirmó poner fin a la “dependencia” del armamento estadounidense. Romper canales de cooperación sin plan alternativo claro para garantizar repuestos, mantenimiento, capacitación y logística significa quedarse con arsenales operativos al 100% solo en el papel. La consecuencia: menos capacidad operativa justo cuando los grupos armados aumentan su sofisticación. Me hago y les hago la pregunta: ¿es acaso el principio de una dependencia armamentista con países alineados ideológicamente con el gobierno?
La descertificación que vivimos no es solo material (armas, municiones, helicópteros, inteligencia, tecnología); es institucional y moral. Informes humanitarios independientes evidencian el deterioro de la seguridad y bienestar civil, traducido en desplazamientos, victimización y sensación creciente de impunidad. No exagero: organizaciones internacionales como el CICR y centros de análisis respetados advierten sobre un empeoramiento humanitario y la menguante capacidad estatal para proteger a ciudadanos en regiones estratégicas. Retroceder “30 años” no es hipérbole cuando observamos el resurgimiento de rutas y normas paralelas impuestas por grupos armados, junto con prácticas olvidadas.
Surge así una pregunta ética y política urgente y recurrente: ¿a quiénes sirve esta política? Si el objetivo es consolidar paz, garantizar derechos y proteger ciudadanos, las medidas recientes evidencian una flagrante contradicción entre discurso y hechos. Defender la diplomacia independiente es legítimo; negar que esas decisiones tienen costos para la seguridad nacional, ingenuo. La soberanía no es símbolo si al ejercerla se dejan vacíos que otros llenan con violencia.
La crítica aquí no busca descalificación sin fundamento, sino exigencia rigurosa: el Gobierno debe presentar, con datos y cronogramas, un plan creíble que compense la pérdida de cooperación técnica y militar, garantice sustituciones económicas reales para familias campesinas y reconstruya alianzas internacionales útiles sin perder autonomía. Si no hay tal plan —y los hechos recientes no lo demuestran— vendrá una etapa de mayor vulnerabilidad para poblaciones rurales y la cohesión nacional.
En la memoria colectiva, la decadencia en seguridad no ocurrió por accidente, sino cuando se desarticularon compromisos, se relativizaron amenazas y se apostó a soluciones tímidas, priorizando la ideología sobre las necesidades reales. Hoy, la “desertificación anunciada” es la advertencia de que la historia puede repetirse si no actuamos con responsabilidad. Revertirla exige pragmatismo, transparencia y voluntad para construir, con aliados y adversarios pasados, herramientas que protejan primero a la gente. Esa es la deuda del Ejecutivo con la nación, y que hoy parece no querer saldar.
Petro llegó con una misión especial: permitir el fortalecimiento del narcoterrorismo, cuyos capitales aportaron decisivamente a su elección y a los que no escatima esfuerzos ni recursos para defender. Estados Unidos tomó una decisión de Estado; Petro, un capricho personal. La historia se encargará de darme la razón.
Columna de Opinión
SILVERIO HERRERA C
LA REACCIÓN PRENSA








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