EL ALMA QUE AÚN PUEDE SALVARSE
- La Reacción Prensa
- 18 abr
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Occidente está muriendo. No en años, sino en alma. Nuestra civilización, que alguna vez aspiró a la eternidad y levantó catedrales como lanzas al cielo, hoy se encuentra agotada, atrapada en el ruido, el confort y la técnica. Oswald Spengler lo advirtió en La decadencia de Occidente: toda cultura florece, madura y muere, como un organismo. Y la nuestra parece estar en su fase final, la civilización. Lo que antes era creación, hoy es maquinaria; lo que era fe, es ideología; lo que era autoridad, es espectáculo.
Spengler denominó "fáustica" a nuestra alma. Como Fausto, el sabio que vendió su alma por poder, nuestra cultura occidental ha buscado dominar el mundo, trascender límites, conquistar el espacio, vencer incluso a la muerte. Pero en ese impulso infinito, ha perdido su centro. Ha olvidado a Dios. Y en lugar de reino, tenemos mercado; en vez de altar, pantalla; en vez de comunidad, algoritmo.
En este contexto, la figura de Cristo no es un recuerdo piadoso, sino un desafío radical. Porque Cristo no vino a negar el poder, sino a ordenarlo. No destruyó la autoridad; la reveló en su forma más pura. Dijo claramente: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios." Es decir, hay una jerarquía: lo terrenal tiene su lugar, pero el Reino de Dios está por encima. Cuando el poder político se desliga del orden divino, no se libera; se corrompe. Y eso es lo que vivimos hoy.
Spengler llamó "cesarismo" a la última etapa: cuando la libertad ya no importa y las masas piden orden, aunque venga con cadenas. Vemos el cesarismo crecer en nuestras democracias fatigadas, en la concentración de poder, en el retorno del líder fuerte, del salvador temporal. Pero, ¿y si ese vacío fuera también una oportunidad? ¿Y si, en medio de la ruina, aún se pudiera salvar algo?
Aquí aparece la clave del cristianismo: no basta con "ser" cristiano. Hay que obrar como tal. Lo dijo Jesús sin rodeos: "Tuve hambre y me disté de comer. Estuve en la cárcel y me visitaste. (…)" No preguntó por dogmas, ni por afiliaciones religiosas. Preguntó por el amor concreto. Por las obras. Por el otro. Porque hacer el bien al prójimo es hacer el bien a Cristo mismo.
Esto lo entendió también Mel Gibson, en una entrevista con Joe Rogan, cuando dijo una frase impactante: "El Legislador está por encima de la ley." Se refería a Dimas, el ladrón crucificado junto a Jesús. No tuvo tiempo de cumplir preceptos, ni de reparar sus pecados. Solo tuvo un momento de verdad. De arrepentimiento. Y Jesús —como verdadero Legislador— le concedió el Paraíso. No por méritos acumulados, sino por el corazón entregado.
Ahí está la paradoja cristiana que Occidente ha olvidado: el Reino de Dios no se gana por pertenencia, sino por caridad. No por identidad, sino por obras. Se puede ser creyente de toda la vida y estar lejos del Reino. Se puede no conocer a Dios y, sin saberlo, estar más cerca de Él que muchos religiosos.
Hoy, cuando Occidente se tambalea, esta verdad es urgente. El alma fáustica está cansada de promesas tecnológicas sin alma. El cesarismo es inevitable cuando ya nadie cree en nada más que en el poder. Pero la salida no es la nostalgia, ni el nihilismo, ni el cinismo de los satisfechos. La salida está en volver a lo esencial. En poner de nuevo a Cristo en el centro. Y entender que el centro no es un dogma vacío, sino un corazón que ama, un alma que obra el bien, una vida entregada a los demás.
Las civilizaciones mueren, sí. Pero el alma puede salvarse. Y en esa salvación, aún puede nacer algo nuevo. Quizá, entre los escombros del mundo que construimos, aún quede espacio para el Reino que no pasa.
COLUMNA DE OPINIÓN
EDUARDO CAYCEDO
LA REACCIÓN PRENSA
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