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SE CAYÓ LA MÁSCARA. LA VERDAD SALIO A LA LUZ.

Álvaro Uribe absuelto

“La verdad los hará libres”, dice la Escritura. Y, al final, la verdad terminó imponiéndose: el expresidente Álvaro Uribe Vélez ha sido declarado inocente en segunda instancia, después de años de desgaste judicial, mediático y político que buscaban quebrarlo moral y públicamente. El fallo no sólo reivindica su nombre; también deja en evidencia un fenómeno grave y corrosivo para la democracia: el uso del aparato judicial como herramienta de persecución política en Colombia.


El proceso contra Uribe no fue un juicio cualquiera. Desde sus orígenes estuvo marcado por una puesta en escena que combinó tribunales, micrófonos, redes sociales y titulares previamente escritos. La izquierda encontró allí la gran oportunidad para demoler al símbolo más poderoso del uribismo y, con ello, debilitar a la derecha democrática. Lo que no lograron en las urnas quisieron conseguirlo por medio del “lawfare”.


Esa instrumentalización política de la justicia tuvo protagonistas visibles: Iván Cepeda, quien actuó más como contradictor ideológico que como senador preocupado por la verdad; un séquito de opinadores, activistas y abogados que diseñaron una narrativa condenatoria antes de que se recaudara la primera prueba; y una Fiscalía de entonces, junto a figuras como el exfiscal Eduardo Montealegre o el abogado Miguel Ángel del Río, que parecieron actuar en bloque, sincronizados en un mismo libreto. A esa ecuación se sumó la conducción de la jueza Sandra Heredia, cuya actuación dejó la percepción de un proceso inclinando la balanza desde el estrado.


La primera instancia terminó convertida en un juicio político envuelto en ropaje jurídico. Testigos con intereses creados, versiones contradictorias, maniobras procesales cuestionables, dilaciones estratégicas, filtraciones selectivas a la prensa y decisiones que parecían responder más al clima ideológico que a la solidez probatoria. La defensa denunció parcialidad, solicitó controles y presentó recusaciones, mientras parte del país observaba cómo el expediente crecía sin claridad y cómo la figura del expresidente era expuesta al escarnio como si la condena fuera un punto de partida, no una eventual y lejana conclusión.


Con la segunda instancia, se desmoronó la arquitectura del relato. Los magistrados hicieron lo que corresponde en un Estado de Derecho: revisar con rigor y sin estridencias. Y lo que encontraron fue innegable: deficiencias estructurales en la valoración probatoria, inferencias jurídicas sin sustento firme, y un manejo del caso que no superaba el estándar exigido para privar (moral o penalmente) a un ciudadano de su buen nombre y libertad. El tribunal no absolvió a un político poderoso: corrigió un proceso que se desvió de la imparcialidad que la justicia exige.


Este desenlace deja varias verdades incómodas sobre la mesa. La primera: el país ha permitido que la polarización capture instituciones que deberían estar por encima de la refriega partidista. La segunda: sectores de la izquierda han preferido el atajo judicial antes que la confrontación democrática en las urnas. La tercera: Iván Cepeda queda ahora políticamente desnudo. Su capital entero estaba atado a una sola apuesta (ver a Uribe condenado) porque ese era, en su ecuación personal, el combustible narrativo para llegar un día a la Presidencia. Sin esa condena, su andamiaje se desmorona.


A la justicia también le queda tarea. La jueza Heredia, símbolo involuntario de este capítulo, tendrá que convivir con el precedente que deja su actuación: se esperaban equilibrio, rigor, serenidad y absoluta independencia; en cambio, el proceso terminó reflejando un sesgo que deja heridas institucionales profundas. El país tiene derecho a exigir jueces que no legislen desde sus convicciones ideológicas, sino que sentencien desde la ley.


La absolución de Uribe no debería leerse sólo como una victoria individual, sino como una advertencia colectiva. Colombia necesita una justicia que nunca más sirva de plataforma para persecuciones, linchamientos o revanchas partidistas. Si el poder judicial se contamina, todo el Estado se tambalea.


Hoy la verdad respiró. Y aunque el daño moral y familiar al expresidente ya no tiene reparación plena, la historia ha comenzado a ubicarse en su sitio. Que esta lección sirva para todos, incluso para quienes hoy celebran o lamentan: en democracia se combate con ideas, no con expedientes. Que nunca más se utilice un estrado para librar la guerra que se perdió en la plaza pública.


Porque al final, por más ruido, odio o cortinas de humo, la verdad (siempre) termina abriéndose.


NOTA DE OPINIÓN

SILVERIO HERRERA C

LA REACCIÓN PRENSA

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